INSPECCIÓN

Después de masacre en cárcel brasileña, presos una semana vistiendo solo calzoncillos

Brasil de Fato acompañó la primera inspección realizada en el Centro de Rehabilitación desde asesinato de 58 detenidos

Brasil de Fato |
Los relatos escuchados por el reportaje son de malos tratos y retaliaciones a los que quedaron
Los relatos escuchados por el reportaje son de malos tratos y retaliaciones a los que quedaron - Catarina Barbosa

Exactamente ocho días después de la masacre en el Centro de Rehabilitación de Altamira, a 830 km de Belém, donde 58 personas fueron brutalmente asesinadas, se realizó la primera inspección en el presidio. El martes (6) último, Brasil de Fato estuvo en el lugar y acompañó el trabajo de entidades vinculadas a los derechos humanos y de las defensorías públicas del estado y federales.

El objetivo era verificar las condiciones de los detenidos. Los relatos son de malos tratos y de retaliación a los que quedaron. Los presos pasaron una semana vistiendo el mismo calzoncillo durante todo ese período. Fueron más de 168 horas sin colchones, durmiendo en un piso infecto que mezcla orina y heces de gato.

Los enfermos están privados de sus medicaciones. El argumento de la dirección de la cárcel es que la determinación obedece a un decreto nacional que está siendo cumplido por el gobierno del Estado.

En el interior del presidio, cuya capacidad según la Comisión Nacional de Justicia (CNJ) es de 163 personas, permanecen 209 hombres, después de las transferencias de la última semana.

La Superintendencia del Sistema Penitenciario (SUSIPE) contraría el dato de la CNJ y afirma que el Centro de Rehabilitación contiene 208 presos. Eso gracias a las celdas-conteiner utilizadas en la unidad y que presentan condiciones precarias de permanencia para los detenidos. 

El día del motín, 287 hombres cumplían pena en régimen cerrado y 22 en semi abierto. Como la rebelión ocurrió por la mañana, cuando los detenidos del régimen semi abierto aún no habían salido, había 309 personas en la unidad. Casi el doble de la capacidad informada por la CNJ.

La inspección fue guiada por la directora del presidio, la abogada Patricia Abucater que escogió donde podríamos o no entrar. La entrada al Bloque B, en el cual se concentra la mayor parte de las violaciones enumeradas en este reportaje, fue negada por la dirección.

Equipo de la inspección recibe instrucciones de seguridad de la directora del presidio, Patricia Abucater | Foto: Catarina Barbosa

La fiscalización con ítems de seguridad

El rigor para entrar en el presidio enciende el cuestionamiento sobre cómo es posible que haya celulares y armas en el día a día del lugar. Bajo un sol tórrido de 33 grados, el reportaje de Brasil de Fato se organizaba para entrar en la penitenciaria junto a representantes de la Coordinación Nacional de la Pastoral Carcelaria y de miembros de la Comisión de Derechos Humanos de la Orden de Abogados de Brasil (OAB) y de las defensorías pública estadual y federal.

Esa seria la primera vez que los detenidos hablarían con personas que no fueran agentes o funcionarios del sistema penitenciario. Del lado de dentro, un silencio sepulcro parecía negar que 209 personas viven allí, respondiendo o esperando ser juzgadas por algún delito. Del lado de fuera, la ansiedad estaba estampada en el rostro de todos los visitantes.

Antes de entrar, un guardia con el uniforme de la policía militar y un fusil en la mano respondió brevemente a algunas preguntas. Del otro lado, dos grandes portones de hierro guardan el lugar. En la puerta de entrada, en una especie de garita, con ventanas de vidrio, otro guardia recoge los documentos de todos y registra los datos en un cuaderno negro. Antes de iniciar cualquier conversación, el informa que no está permitido entrar con celular ni ningún equipo electrónico.

Entregamos la credencial de la institución que representamos y un documento de identificación. La visita había sido solicitada por la Pastoral Carcelaria desde el día de la rebelión, pero sólo el martes último (6) fue autorizada.

Al pasar por el detector de metales había otra medida de seguridad. En el lugar pequeño, con ventanas también pequeñas y poca iluminación, una enorme máquina ocupa buena parte del espacio. Antes incluso de entrar en el presidio ya es posible sentirse en una cárcel. El lugar es opresor y, muchas veces, sofocante. Falta el aire.

En pocos minutos tomamos conocimiento de que la gran máquina es capaz de ver el cuerpo entero de cualquier persona, permitiendo que se sepa si lleva o no algo que tenga prohibida la entrada en la cárcel. Me invitan a entrar en el aparato, pero antes pongo mi huella digital en un espacio al lado de la puerta de entrada.

Pulgar derecho registrado y automáticamente estoy inscrita en el INFOPEN, el Levantamiento Nacional de Informaciones Penitenciarias. Entro en el aparato y recibo la instrucción de permanecer inmóvil. La puerta se cierra, el lugar queda a oscuras y una cinta transportadora me lleva hacia un lado y puedo salir.

Cerca de 20 minutos después de que los procedimientos de seguridad concluyen, la directora de la casa penitenciaria, Patricia Abucater, considera prudente, por el número de personas, convocar al Grupo Táctico Operacional (GTO) con el fin de acompañar la inspección. Esperamos media hora más para que ellos se equipen y solamente así fuimos autorizados a entrar.

Después de la espera, seis hombres del Grupo Táctico pasan frente a nosotros con uniformes negros, encapuchados y con casco. El que toma la delantera abre camino con un escudo de la tropa de choque en las manos, los otros lo acompañan con fusiles marchando en silencio y con las caras rígidas, como si estuvieran entrando en operación.

La tranquilidad en un presidio donde se decapitaron personas 

Al entrar, encuentro un patio vacío y limpio, en tonos de amarillo. Del lado izquierdo vemos lo que sobró de un espacio incendiado durante la rebelión. Las ventanas están rotas y dentro lo que queda de colchones, almohadas y sillas incineradas.

El lugar está tan arreglado, silencioso y tranquilo que es difícil creer que, hace poco más de una semana, estaba cubierto por sangre y cuerpos decapitados y descuartizados. La directora informa que se quemaron aproximadamente 300 colchones durante el motín.

Los primeros detenidos a los que tenemos acceso están en un lugar que la directora llamó celdas de manutención. En la primera de ellas, dos hombres. Uno de ellos sostiene la biblia con las dos manos. Cuando el Padre Patricio, miembro de la Pastoral Carcelaria, les pregunta sobre el motín, ambos responden que se salvaron. Uno complementa: “Es la segunda rebelión a la que sobrevivo” dice, levantando las manos al cielo. Durante el motín, integrantes involucrados en la masacre abrieron las celdas y les pidieron que salieran con las manos en la cabeza y fueran al patio.

El lugar tiene poca iluminación, pero estaba limpio, a pesar de las paredes con pintura saliendose y las rejas oxidadas. “Aquí es el ala de presos de menor peligro”, afirma la directora. Quitando a los dos, el espacio es tan silencioso que parece no haber nadie más.

Prisión silenciosa

La directora, entonces, nos lleva al lugar que permite acceso al Bloque A. Para la coordinadora nacional de la Pastoral Carcelaria, Hermana Petra Silvia Pfaller, la visita acompañada de la directora ayuda a maquillar la realidad de la cárcel. "Confieso que no me gusta mucho este tipo de visita, pero fue lo que conseguimos y lo importante es que conseguimos entrar", dice.

El acceso es sofocante y oscuro, incluso aunque no tenga rejas. Según la directora, por seguridad no podemos visitar ninguna de las celdas. En este lugar, son siete. En el Bloque B, siete más.

La iluminación de esa especie de corredor por el cual entramos está garantizada apenas por las grietas del tejado y por la luz de entrada y salida del lugar. Las paredes no nos revelan de qué color está pintado el lugar, ni el tamaño el deterioro. El piso es de color rojo, hecho de cemento quemado. Estaba húmedo, lo que indica que habría sido lavado recientemente .

De una pared a la otra, no hay más que un metro y medio. El lugar es tan estrecho que uno se siente aplastado por todos lados. La sensación es de estar preso incluso aunque no esté esposado. Encima, el techo está cubierto por telas de araña. Al fondo, los brazos y ojos de los detenidos dentro de las celdas. A pesar de tener los brazos colgando de las rejas y de estar mirando en nuestra dirección, no emiten sonido alguno. Parecen estatuas.

La ausencia de las palabras anuncia el miedo que todos sienten. La Hermana Petra, de la Pastoral Carcelaria, cuenta que ya visitó presidios en todo Brasil y nunca vio tamaño silencio. “Lo que me llamó la atención fue que los presos hablaron poco. Normalmente, en una visita con muchas personas, ellos se agitan, piden ayuda, pero esta vez no. El ambiente era tenso, los presos estaban con miedo y la directora aprehensiva. Pedí entrar en el Bloque B para llevar una palabra de oración a los presos, pero no me autorizaron. Ese impedimento es una alerta siempre”, resume.

La tensión de la cual habla la monja puede ser sentida por cualquiera allí dentro, incluso entre los agentes penitenciarios. Al mirar hacia ellos, muchos desvían la mirada y bajan la cabeza. Parecen tan perseguidos como los presos.

168 horas vistiendo el mismo calzoncillo y durmiendo en un piso con orina humana y heces de gato

En el piso del espacio que da acceso al Bloque A, siete bolsas plásticas grandes xy llenas de ropas denuncian que las personas no habían recibido la vestimenta enviada por sus familiares. De lo contrario, ellas no estarían ensacadas en el corredor.

De los más de ocho detenidos escuchados por el reportaje de Brasil de Fato, hubo un consenso cuando se les preguntó si estaban recibiendo ropa o comida de sus parientes. “Ellos no estaban dejando entrar”.

José Carlos* cuenta que desde la semana pasada el y otros presos usaron solo calzoncillo. Y el mismo calzoncillo. Situación que hace hasta con que algunos contraigan micosis en sus partes íntimas, ya que pasaron aproximadamente 168 horas usando la misma ropa.

Los detenidos relatan que el ala donde aconteció la rebelión no está siendo limpiada y tiene pésimas condiciones de higiene.

Paulo Silva* dice que, en el Bloque B, donde se nos autorizó a entrar, el olor es insoportable, orina mezclada con heces de gatos. Durante la inspección vimos más de cuatro animales diferentes, sueltos por el presidio.

Silva imploró ayuda para que se autorice la entrada de material de limpieza, un trapeador, una escoba, jabón para poder lavar la celda.

En lunes último (5), la Comisión Pastoral Carcelaria intentó entrar al lugar, pero fue impedida con el argumento de que el mismo pasaba por manutención.

Las ropas fueron entregadas el día anterior a la visita o cedidas por algún colega de celda o incluso pertenecían a alguno de los detenidos asesinados. "Hay relatos de presos con ropa de muertos. La policía retiró toda la ropa, se tiraron los colchones y se colocaron en la basura y se devolvió a los presos ya limpia, porque estaba sucia de sangre”, revela Hermana Petra, de la Pastoral Carcelaria.

Uno de los hombres entrevistados por el reportaje confirmó el hecho al señalar a su propio cuerpo y decir: “Esa ropa es de uno de los detenidos asesinados”, dijo mostrando la vestimenta.

Independientemente de a quien pertenecía o perteneció la ropa, una cosa es cierta: era la única, simplemente la única que tenían.

Celda-conteiner, la jaula de seres humanos

El lugar más crítico al cual la directora del presidio autorizó la visita fueron las celdas-conteiner. Se accede a ellas de dos maneras, por abajo o por arriba. Fuimos por arriba.

Subimos una escalera de hierro oxidada en forma de caracol y nos encontramos con la siguiente escena: personas guardadas, muchas, en celdas que se asemejan más a jaulas en las cuales el techo son rejas.

Llegamos más una vez en medio de un silencio perturbador.

La directora nos pide que subamos en los conteiners en pequeños grupos, porque la estructura está frágil como consecuencia del fuego. Conforme andamos por encima de la pasarela de hierro, las personas enjauladas nos miran fijamente desde hamacas, el piso o acurrucadas en algún rincón. Estamos en el anexo, lugar donde los detenidos entraron para sacar a algunos presos rivales durante el motín.

Dependiendo del viento o de la localización en el espacio aún era posible sentir el hollín. La sensación de estar allí es horrible. Si la idea de esa ingeniería fue la de subyugar al otro, fue cumplida con éxito, porque el sentimiento era el de estar pisando sobre las personas. El modelo no es exclusividad del Centro de Rehabilitación Regional de Altamira, se repite en otras unidades de Pará y en otros estados de Brasil.

Las rejas de hierro sirven de soporte para amarrar hamacas y las instalaciones eléctricas con cables pelados, que llevan luz hasta las celdas, son improvisadas. Le pregunto a la directora si eso no es peligroso y ella responde diciendo que no es electricista.

Conforme las preguntas de los representantes de las diferentes organizaciones van surgiendo, los detenidos comienzan a hablar: “esta es la única ropa que tengo”, responde uno. Otro, cuando se le pregunta sobre el baño dice que “está allí en el rincón”, pero luego baja la cabeza y no dice nada más.

Hay gente de Porto de Moz, de Altamira, de Oriximiná. Un señor de 62 años, de Paraíba, echado en una hamaca, tose. El mismo no dice absolutamente nada, pero un compañero de celda cuenta que el está enfermo hace semanas y sin atención. Otro pide amoxicilina.

La directora explica que los remedios sólo están entrando en el presidio mediante presentación de receta y nota fiscal y que eso es conforme el decreto 513 de SUSIPE, que sigue una normativa nacional. Sobre la entrega de los remedios a los detenidos, la directora dice que incluso los remedios controlados están siendo entregados de forma racionada.

Los presos relatan lo contrario. Hay, inclusive, relatos de personas con epilepsia sin medicación. Un preso levanta la camisa y muestra marcas de quemadura del motín.

El tiempo va pasando y los hombres se van sintiendo más cómodos con a nuestra presencia y comienzan, modestamente, a hablar. Después de contar sus historias de forma breve, entregan papeles con sus nombres para que los abogados de la Orden de Abogados de Brasil (OAB) analicen sus casos.

En una de las celdas-conteiner con 18 personas, 3 eran presos provisionales, o sea, aún esperan juicio. En Pará, actualmente, según datos del Consejo Nacional de Justicia, hay 5.676 presos provisionales de un total de 12.433 presos sumando los que cumplen régimen cerrado y semi abierto.

Un fiscal dice que se hará una minga para analizar el caso de los provisionales y un detenido contesta: “Dijeron lo mismo en la rebelión de septiembre y hasta ahora nada”. Tras un silencio embarazoso, el fiscal dice que esta vez va a ser diferente.

Con mucha dificultad un detenido escribe algo en un papel y me lo entrega. La letra de quien mal fue alfabetizado contenía su nombre: “se lo entregas a mi defensora?”, dice.

Me arrodillo en la estructura oxidada para recoger el papel de sus manos y el se sube en un recipiente de manteca de plástico para entregármelo. Lo guardo en el bolso y permanezco de rodillas preguntando sobre las condiciones en el lugar. En seguida, me entregan otro papel con un nombre. “Es sólo para pasar su nombre?”, pregunto. Ellos dicen juntos: “Si, pídele a ella [la fiscal] que nos ayude”.

¿Centro de Rehabilitación?

La Hermana Petra, a pesar de visitar muchos presidios confiesa que no cree que sistema penitenciario brasileño pueda rehabilitar a alguien. “Las cárceles no son para rehabilitar. Las cárceles son lugares de venganza, de castigo”, dice ella.

En Pará, según datos de la Superintendencia del Sistema Penitenciario del Estado de Pará (SUSIPE), un detenido cuesta a las arcas públicas, una media de R$ 1.260,70 (US$ 320), el valor no es fijo y sufre variación cada mes como consecuencia de gastos administrativos y del contingente carcelario.

La media nacional es de R$ 2.400 (US$ 610) de acuerdo con el CNJ lo que incluye gastos del sistema de seguridad; contratación de agentes penitenciarios y otros funcionarios; servicios como alimentación y compra de vestuario, asistencia médica y jurídica, entre otros.

En la vida real, sin embargo, gran parte de las familias de los detenidos necesita traer hasta el mínimo de fuera, porque el presidio no oferta, por ejemplo, comida suficiente o incluso ítems de higiene. Y recientemente hasta eso fue está escaso con el nuevo decreto. Alimentos, por ejemplo, están restringidos a dos kilos por semana.

Después de oír a algunos presos comenzamos a movilizarnos para irnos. Está muy claro que aquellas personas no tienen el mínimo de dignidad y que el lugar es un catalizador para rabia y venganza. Estuvimos cerca de 15 minutos en el lugar, pero pareció más de una hora.

Edición: Rodrigo Chagas | Traducción: Pilar Troya