ANÁLISIS

¿Quiénes son los libertarios argentinos? (II): del liberalismo clásico a la última dictadura

El segundo de tres artículos que analizan la llegada de Milei al poder

Buenos Aires (Argentina) |
Por cierto, la articulación entre extremismo liberal y dictaduras tiene una historia tan larga como el propio neoliberalismo. - Gustavo ORTIZ / AFP

En la primera entrega de esta serie vimos las conexiones de los libertarios locales con sus parientes norteamericanos, así como sus comunes antecedentes austríacos. Pero no todo es exótico en el irrumpir de este fenómeno político, como lo demuestra el hecho de que el injerto haya prendido con relativa facilidad.

En general, la radicalidad de un proyecto político puede medirse por la extensión de la relectura histórica que propone. En este sentido, los libertarios argentinos no dudan en ir directo a las fuentes. Así, rinden culto a Juan Bautista Alberdi, padre del liberalismo nacional e ideólogo de todo el ordenamiento jurídico, político y territorial argentino, decodificado por ellos como una suerte de Thomas Jefferson de las pampas. De esta manera, reelaboran en clave radical un discurso decadentista al que siempre fueron afectas las élites argentinas. Para ellos, el ocaso nacional no habría comenzado con el kirchnerismo (leitmotiv de casi todo el espectro liberal-conservador contemporáneo), y ni siquiera con los “70 años de populismo” (un eslogan absolutamente contra-fáctico que repiten sin cesar, marcando el punto de quiebre en el advenimiento del primer peronismo), sino que la decadencia habría comenzado ya a fines del siglo XIX. Es decir, con los primeros signos de crisis del orden liberal, oligárquico y exportador consolidado hacia 1880, que convirtió al país en una nación desigual y excluyente, en una suerte de protectorado británico y en rica una potencia agroexpoertadora en pocos años.

Claro que el “orden y el progreso” fueron posibles por la derrota de todos los enemigos de las clases propietarias locales: la corriente federal en las guerras civiles, los gauchos de las montoneras provinciales, los pueblos indígenas de la Pampa y la Patagonia y el proyecto económico soberano del Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia y Francisco Solano López.

El problema de estos liberales criollos fue, de alguna manera, el de los neoconservadores contemporáneos a Rothbard, el ideólogo estadounidense del “giro populista” de los libertarios”: la guerra contra enemigos internos y externos requiere de la coacción del Estado. Ni la política de cercamiento de las tierras libres, ni la proletarización forzosa del gaucho, ni la “Conquista del Desierto” que diezmó a las poblaciones indígenas, ni la infame guerra contra el Paraguay, fueron obra de emprendedores privados ni del libre mercado. Cuando la sutil pedagogía de la mano invisible no fue suficiente, allí apareció la garra armada del Estado. De allí proviene la singular articulación entre libertad (de la “comunidad de los libres”) y violencia estatal (genocida incluso) practicada aquí con tanto denuedo: Remington para los subalternos y libertad para los propietarios.     Este es de hecho el origen non sancto de la familia (patriarcal) —la primera apropiación de personas como botín de guerra fue la de niños y mujeres indígenas—, de la propiedad (privada) —cuyo origen violento los liberales “antiautoritarios” nunca podrán explicar— y del Estado (patrimonialista y oligárquico). Estado que también es considerado como objeto de rapiña, como lo demuestra la larga historia de privatizaciones de empresas públicas a precio vil o la estatización recurrente de deuda privada, como la que el flamante presidente acaba de anunciar.

Quizás por eso los ultraliberales argentinos deciden remontarse a las fuentes, y prefieren ungir como inspirador a un intelectual, soslayando un poco a políticos más brutales y realistas, como Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento o Julio Argentino Roca. Milei llegó incluso a afirmar que “hace cien años Argentina empezó a coquetear con el socialismo”). De hecho, la cantidad de ministerios que queda en pie tras esta primera ronda de ajuste es, significativamente, la misma cantidad que el Estado tenía hace un siglo. 

Pese a su sesgada canonización posterior, Alberdi sostuvo en vida amargas polémicas contra los otros campeones del liberalismo argentino. Podríamos decir que éste apuntaba sus dardos precisamente a una concepción no demasiado liberal del liberalismo, que no dudó en robustecer y centralizar el Estado y en negar el derecho natural y las libertades civiles cuando lo concibieron oportuno. Mencionemos aquí, sólo de paso, la contradicción flagrante de recuperar desde un liberalismo extremista y radicalmente antiestatista a los mismísimos constructores del Estado argentino, a aquellos que se encargaron de exterminar, precisamente, a todas las formas de vida y organización social no estatales que habían coexistido con la sociedad blanco-criolla en los 70 años posteriores a las revoluciones de independencia.  

Llegados aquí debemos señalar una pecularidad. Desde entonces Argentina, a diferencia de algunos otros países de la región, careció por completo de una tradición liberal-popular o de una corriente liberal de masas, como la que expresó en Colombia Jorge Eliécer Gaitán o en Ecuador Eloy Alfaro. En nuestro país, liberal y oligárquico han sido términos prácticamente intercambiables a lo largo de todo el siglo XX. Por eso las clases dominantes han recurrido de manera tan asidua a los golpes de Estado (seis desde el establecimiento del sufragio secreto y obligatorio en 1912) y a la toma del poder por vía militar. Pero también a la colonización de partidos nacionales de base popular (la Unión Cívica Radical desde la década del 40 y el Partido Justicialista en la apertura neoliberal de los años 90, por caso). 

De hecho, el último partido liberal en sentido estricto con cierto peso e influencia (en sentido laxo todos los partidos del establishment lo son) fue la denominada Unión del Centro Democrático (UCEDE), fundada en 1982 —en plena dictadura— por el economista, empresario y militar Álvaro Alsogaray, formado tanto en el pensamiento de la escuela de Chicago como en la corriente de los economistas austríacos. 

La UCEDE tuvo un crecimiento efímero, particularmente a nivel estudiantil, y alcanzó su mejor desempeño electoral con un discreto 6,87% de los votos en las elecciones presidenciales de 1989, para acabar diluyéndose en el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), quien de manera inesperada y desde una identidad anómala al liberalismo terminó encarnando las políticas de liberalización comercial y financiera, privatizaciones, desindustrialización y flexibilización laboral, expropiando de esta manera el programa de la propia UCEDE. 

De aquí proviene la articulación de los liberales con los gobiernos militares, y también de sus intelectuales. Alsogaray, por ejemplo, fue funcionario de la dictadura de 1955 que derrocó y proscribió al peronismo, embajador y ministro de economía de la dictadura de Juan Carlos Onganía (1966-1970), y celebró el accionar de las fuerzas armadas durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983) que dejó un saldo de 30 mil desaparecidos.

La otra figura clave de este tramo de la historia es Alberto Benegas Lynch (padre), considerado por el propio Milei como el máximo exponente del liberalismo argentino, y también partidario de las muy estatistas dictaduras argentinas. Benegas Lynch (inesperado pariente lejano del mismísimo Che Guevara, como el mismo reconoció) hizo en el campo intelectual liberal lo que Alsogaray en el político-partidario. De hecho fue el primer difusor en el país de la obra de los austríacos, y articuló la visita al país de Mises y Hayek en el año 1957, organizada por el Centro de Estudios sobre la Libertad (CEL), think thank que el mismo fundó. Luego fue él el invitado a sumarse a la selecta Mont Pelerin Society, entidad representativa de lo más granado de la renovación del pensamiento económico liberal, fundada en la segunda postguerra.

La estirpe de los Benegas Lynch (padre, hijo y nietos) conecta las raíces mismas del liberalismo conservador con el fenómeno libertario en la actualidad, además de haber sido clave en la operación de reciclaje y puesta en valor del liberalismo tras su participación en la última dictadura (de la que sin embargo se despegaron por que ésta no habría cumplido su programa anti-estatista y “anti-totalitario” de la manera que ellos esperaban).

Por cierto, la articulación entre extremismo liberal y dictaduras tiene una historia tan larga como el propio neoliberalismo. Al decir de Eduardo Galeano: “Las teorías de Milton Friedman le dieron el Premio Nobel; a Chile le dieron el general Pinochet”. Todos estos experimentos fueron precedidos de lo que Naomi Klein llamó “shocks” (espirales hiper-inflacionarias inducidas, crisis políticas agudas, golpes de Estado, violaciones masivas de derechos humanos e incluso el aprovechamiento de catástrofes ambientales).

Esto deriva de un hecho muy elemental: una corriente que hace de la desigualdad y el egoísmo el punto arquimédico de su filosofía, que vuelve a excluir del goce de todo derecho a las amplias mayorías sociales, y que impulsa políticas económicas draconianas solo puede implementar a la fuerza sus bruscos ejercicios de reingeniería social. También de aquí proviene la necesaria articulación de extremismo liberal e imperialismo: son estas mismas políticas impopulares las que llevan a los liberales locales a alinearse con los Estados Unidos y sus aliados y a cumplir a nivel local los mandatos del capital trasnacional, lógica de la que el viejo Plan Cóndor fue el ejemplo más consumado, y que el nuevo Plan Cóndor sostiene en la actualidad.


*Lautaro Rivara es sociólogo, periodista y analista político
**Este es un artículo de opinión y no necesariamente expresa la línea editorial del periódico Brasil de Fato

Edición: Rodrigo Durão Coelho